En el estío de 1956, un cónclave de mentes brillantes, precursores de lo que hoy conocemos como informáticos, se congregó en los bucólicos parajes del Dartmouth College, en New Hampshire. ¿El objetivo? Desentrañar cómo dotar a las máquinas de la capacidad de pensar como el ser humano. Fue allí donde John McCarthy, en un acto de bautismo intelectual, acuñó el término que resonaría por décadas: «inteligencia artificial». Aquella cumbre fundacional, que dio nombre a un campo de estudio flamante, es una pieza bien conocida del panteón tecnológico.
No obstante, en el umbral de este siglo XXI, una variante de aquella expresión ha capturado el imaginario colectivo y la billetera de los gigantes tecnológicos: la inteligencia artificial general, o IAG. Esta etapa utópica –o distópica, según quién la contemple– postula que las computadoras no solo igualarán, sino que podrían incluso superar la inteligencia humana. La IAG ha sido el motor de los grandes titulares recientes: desde el monumental acuerdo entre OpenAI y Microsoft, atado a sus avances en esta quimera, hasta las inversiones masivas de capital de Meta, Google y Microsoft para perseguirla, pasando por la sed de alcanzarla que catapultó a Nvidia a convertirse en una empresa de 5 billones de dólares. Los estadistas, con la solemnidad que les caracteriza, advierten que, si Estados Unidos no la domina antes que el dragón asiático, el futuro de la hegemonía global podría verse comprometido. Los más audaces pronostican su llegada antes de que concluya la década, prometiendo una metamorfosis total de nuestra existencia.
El origen de ese término, sin embargo, y cómo fue definido originalmente, se ha diluido en las brumas del tiempo, eclipsado por el estruendo mediático actual. Pero la respuesta existe, clara y concisa. La persona que ideó por primera vez el acrónimo más trascendente del siglo XXI hasta la fecha, y cuya definición permanece esencialmente inalterada, es, para casi la totalidad del planeta, una figura anónima.

Miles de empresarios están intentando reconstruir la economía en torno a la IA. Me propuse ver cómo lo están haciendo.
El Génesis Ignorado de la IAG
En 1997, mientras el mundo se preparaba para el efecto 2000, un Mark Gubrud estaba genuinamente obsesionado con la nanotecnología y sus inherentes peligros. Era un entusiasta seguidor del ingeniero Eric Drexler, quien había logrado popularizar la ciencia de lo infinitesimalmente pequeño. Gubrud, con la curiosidad de un sabueso, empezó a frecuentar conferencias sobre nanotecnología. Su principal inquietud, una sombra persistente en su intelecto, era cómo esa tecnología, junto a otras ciencias de vanguardia, podía transfigurarse en armas de guerra de una peligrosidad inaudita, capaces de poner en jaque la existencia misma. «Yo era un estudiante de posgrado sentado en el subsótano de la Universidad de Maryland, escuchando una enorme bomba de sumidero encenderse y apagarse muy ruidosamente, justo detrás de mi escritorio, y leyendo todo lo que podía», relata, con la memoria vívida, en una llamada de Zoom desde el sereno porche de una cabaña en Colorado, lo que sugiere que hasta los padres de conceptos revolucionarios tienen anécdotas menos glamurosas que la de una manzana cayendo.
Ese mismo año, Gubrud, con una ponencia bajo el brazo, se presentó en la Quinta Conferencia Foresight sobre Nanotecnología Molecular, titulando su contribución: «Nanotecnología y seguridad internacional». Su tesis era audaz: las tecnologías más avanzadas redefinirían los conflictos internacionales, haciéndolos potencialmente más catastróficos incluso que una guerra nuclear. El autor urgía a las naciones a «abandonar la tradición guerrera», un pedido que, con el diario del lunes, suena tan ingenuo como necesario. Las nuevas ciencias que Gubrud abordó en su exposición incluían la nanotecnología, por supuesto, pero también la IA avanzada, a la que se refirió, sin rodeos, como «inteligencia artificial general». Y aquí reside la clave: parece que nadie había empleado antes esa expresión. Más adelante en su trabajo, la definió con una claridad que hoy nos parece premonitoria:
«Por inteligencia artificial general avanzada entiendo los sistemas de IA que rivalizan o superan al cerebro humano en complejidad y velocidad, que pueden adquirir, manipular y razonar con conocimientos generales, y que son utilizables esencialmente en cualquier fase de las operaciones industriales o militares en las que de otro modo se necesitaría una inteligencia humana».
Si se suprime la última cláusula de esa extensa definición, nos encontramos, sin lugar a dudas, con la conceptualización de IAG que la mayoría de la gente maneja hoy en día. Una precisión digna de un reloj suizo, aunque un reloj suizo que casi nadie escuchó sonar. «Necesitaba una palabra para distinguir la inteligencia artificial de la que yo hablaba de la IA que la gente conocía, que eran los sistemas expertos. Estaba claro que no era del mismo tipo», explica Gubrud. Su artículo, lamentablemente, no gozó de mucha difusión y su impacto en la comunidad científica y el público en general fue, por emplear un eufemismo, mínimo. Parece que el destino no siempre premia al pionero con el reconocimiento que merece.
La «IA Real»: Una Búsqueda de Identidad en el Deshielo Digital
Avancemos en el calendario hasta principios de la década de 2000, una época en la que el temido «invierno de la IA» seguía manteniendo gélido el campo de investigación. Sin embargo, algunos investigadores perspicaces, con la intuición afinada, comenzaron a percibir los primeros indicios de un deshielo. En 1999, Ray Kurzweil, con su ya clásico libro The Age of Spiritual Machines (La era de las máquinas espirituales), vaticinó que la IA sería capaz de equipararse a la cognición humana hacia el año 2030. Esta audaz profecía, que para muchos sonaba a ciencia ficción pura, resonó profundamente en el informático Ben Goertzel, quien no tardó en comenzar a colaborar con Cassio Pennachin en la edición de un libro. La meta era explorar enfoques de la IA que pudieran aplicarse de manera amplia y generalizada, desmarcándose de la tendencia de usar el aprendizaje automático para abordar ámbitos específicos y limitados, como, por ejemplo, jugar al ajedrez con maestría o elaborar diagnósticos médicos. Un salto de la especialización a la omnipotencia, como si se pasara de ser un buen sommelier a un gurú gastronómico universal.
Kurzweil, en su momento, se había referido a esta tecnología más abarcadora como «IA fuerte», pero la etiqueta, al parecer, generaba cierta confusión entre los expertos. Por su parte, Goertzel intentó con «IA real» o, en otra ocasión, «inteligencia sintética». Ninguna de las alternativas logró el beneplácito de los colaboradores del libro, lo que llevó a un debate sobre otras ideas. Entre ellos se encontraban figuras influyentes en el futuro de la IA, como Shane Legg, Pei Wang y Eliezer Yudkowsky. La IAG, sin saberlo, seguía su camino hacia la fama, esperando que alguien le encontrara un nombre lo suficientemente pegadizo como para que el público no la confundiera con una nueva marca de electrodomésticos.
En 1956, John McCarthy acuñó el término 'inteligencia artificial' en el Dartmouth College. Actualmente, la atención se centra en la Inteligencia Artificial General (IAG), que busca igualar o superar la inteligencia humana. Este concepto, que hoy impulsa inversiones multimillonarias y debates geopolíticos, fue definido por primera vez por Mark Gubrud en 1997, un hecho poco conocido a pesar de la relevancia del acrónimo en el siglo XXI.
Resumen generado automáticamente por inteligencia artificial
En 1997, Mark Gubrud, un visionario con fascinación por los peligros de la nanotecnología y las futuras «armas de guerra», parió el término IAG y la definió casi como la conocemos. Su paper, sin embargo, pasó tan inadvertido como una buena noticia en este bendito país. Más tarde, Goertzel intentó con «IA real», pero el mundo ya tenía un nombre para su próxima obsesión.
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En el estío de 1956, un cónclave de mentes brillantes, precursores de lo que hoy conocemos como informáticos, se congregó en los bucólicos parajes del Dartmouth College, en New Hampshire. ¿El objetivo? Desentrañar cómo dotar a las máquinas de la capacidad de pensar como el ser humano. Fue allí donde John McCarthy, en un acto de bautismo intelectual, acuñó el término que resonaría por décadas: «inteligencia artificial». Aquella cumbre fundacional, que dio nombre a un campo de estudio flamante, es una pieza bien conocida del panteón tecnológico.
No obstante, en el umbral de este siglo XXI, una variante de aquella expresión ha capturado el imaginario colectivo y la billetera de los gigantes tecnológicos: la inteligencia artificial general, o IAG. Esta etapa utópica –o distópica, según quién la contemple– postula que las computadoras no solo igualarán, sino que podrían incluso superar la inteligencia humana. La IAG ha sido el motor de los grandes titulares recientes: desde el monumental acuerdo entre OpenAI y Microsoft, atado a sus avances en esta quimera, hasta las inversiones masivas de capital de Meta, Google y Microsoft para perseguirla, pasando por la sed de alcanzarla que catapultó a Nvidia a convertirse en una empresa de 5 billones de dólares. Los estadistas, con la solemnidad que les caracteriza, advierten que, si Estados Unidos no la domina antes que el dragón asiático, el futuro de la hegemonía global podría verse comprometido. Los más audaces pronostican su llegada antes de que concluya la década, prometiendo una metamorfosis total de nuestra existencia.
El origen de ese término, sin embargo, y cómo fue definido originalmente, se ha diluido en las brumas del tiempo, eclipsado por el estruendo mediático actual. Pero la respuesta existe, clara y concisa. La persona que ideó por primera vez el acrónimo más trascendente del siglo XXI hasta la fecha, y cuya definición permanece esencialmente inalterada, es, para casi la totalidad del planeta, una figura anónima.

Miles de empresarios están intentando reconstruir la economía en torno a la IA. Me propuse ver cómo lo están haciendo.
El Génesis Ignorado de la IAG
En 1997, mientras el mundo se preparaba para el efecto 2000, un Mark Gubrud estaba genuinamente obsesionado con la nanotecnología y sus inherentes peligros. Era un entusiasta seguidor del ingeniero Eric Drexler, quien había logrado popularizar la ciencia de lo infinitesimalmente pequeño. Gubrud, con la curiosidad de un sabueso, empezó a frecuentar conferencias sobre nanotecnología. Su principal inquietud, una sombra persistente en su intelecto, era cómo esa tecnología, junto a otras ciencias de vanguardia, podía transfigurarse en armas de guerra de una peligrosidad inaudita, capaces de poner en jaque la existencia misma. «Yo era un estudiante de posgrado sentado en el subsótano de la Universidad de Maryland, escuchando una enorme bomba de sumidero encenderse y apagarse muy ruidosamente, justo detrás de mi escritorio, y leyendo todo lo que podía», relata, con la memoria vívida, en una llamada de Zoom desde el sereno porche de una cabaña en Colorado, lo que sugiere que hasta los padres de conceptos revolucionarios tienen anécdotas menos glamurosas que la de una manzana cayendo.
Ese mismo año, Gubrud, con una ponencia bajo el brazo, se presentó en la Quinta Conferencia Foresight sobre Nanotecnología Molecular, titulando su contribución: «Nanotecnología y seguridad internacional». Su tesis era audaz: las tecnologías más avanzadas redefinirían los conflictos internacionales, haciéndolos potencialmente más catastróficos incluso que una guerra nuclear. El autor urgía a las naciones a «abandonar la tradición guerrera», un pedido que, con el diario del lunes, suena tan ingenuo como necesario. Las nuevas ciencias que Gubrud abordó en su exposición incluían la nanotecnología, por supuesto, pero también la IA avanzada, a la que se refirió, sin rodeos, como «inteligencia artificial general». Y aquí reside la clave: parece que nadie había empleado antes esa expresión. Más adelante en su trabajo, la definió con una claridad que hoy nos parece premonitoria:
«Por inteligencia artificial general avanzada entiendo los sistemas de IA que rivalizan o superan al cerebro humano en complejidad y velocidad, que pueden adquirir, manipular y razonar con conocimientos generales, y que son utilizables esencialmente en cualquier fase de las operaciones industriales o militares en las que de otro modo se necesitaría una inteligencia humana».
Si se suprime la última cláusula de esa extensa definición, nos encontramos, sin lugar a dudas, con la conceptualización de IAG que la mayoría de la gente maneja hoy en día. Una precisión digna de un reloj suizo, aunque un reloj suizo que casi nadie escuchó sonar. «Necesitaba una palabra para distinguir la inteligencia artificial de la que yo hablaba de la IA que la gente conocía, que eran los sistemas expertos. Estaba claro que no era del mismo tipo», explica Gubrud. Su artículo, lamentablemente, no gozó de mucha difusión y su impacto en la comunidad científica y el público en general fue, por emplear un eufemismo, mínimo. Parece que el destino no siempre premia al pionero con el reconocimiento que merece.
La «IA Real»: Una Búsqueda de Identidad en el Deshielo Digital
Avancemos en el calendario hasta principios de la década de 2000, una época en la que el temido «invierno de la IA» seguía manteniendo gélido el campo de investigación. Sin embargo, algunos investigadores perspicaces, con la intuición afinada, comenzaron a percibir los primeros indicios de un deshielo. En 1999, Ray Kurzweil, con su ya clásico libro The Age of Spiritual Machines (La era de las máquinas espirituales), vaticinó que la IA sería capaz de equipararse a la cognición humana hacia el año 2030. Esta audaz profecía, que para muchos sonaba a ciencia ficción pura, resonó profundamente en el informático Ben Goertzel, quien no tardó en comenzar a colaborar con Cassio Pennachin en la edición de un libro. La meta era explorar enfoques de la IA que pudieran aplicarse de manera amplia y generalizada, desmarcándose de la tendencia de usar el aprendizaje automático para abordar ámbitos específicos y limitados, como, por ejemplo, jugar al ajedrez con maestría o elaborar diagnósticos médicos. Un salto de la especialización a la omnipotencia, como si se pasara de ser un buen sommelier a un gurú gastronómico universal.
Kurzweil, en su momento, se había referido a esta tecnología más abarcadora como «IA fuerte», pero la etiqueta, al parecer, generaba cierta confusión entre los expertos. Por su parte, Goertzel intentó con «IA real» o, en otra ocasión, «inteligencia sintética». Ninguna de las alternativas logró el beneplácito de los colaboradores del libro, lo que llevó a un debate sobre otras ideas. Entre ellos se encontraban figuras influyentes en el futuro de la IA, como Shane Legg, Pei Wang y Eliezer Yudkowsky. La IAG, sin saberlo, seguía su camino hacia la fama, esperando que alguien le encontrara un nombre lo suficientemente pegadizo como para que el público no la confundiera con una nueva marca de electrodomésticos.
En 1997, Mark Gubrud, un visionario con fascinación por los peligros de la nanotecnología y las futuras «armas de guerra», parió el término IAG y la definió casi como la conocemos. Su paper, sin embargo, pasó tan inadvertido como una buena noticia en este bendito país. Más tarde, Goertzel intentó con «IA real», pero el mundo ya tenía un nombre para su próxima obsesión.