Jet Set: la discoteca que devoró sueños en 8 de abril

Redacción Cuyo News
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CNN Español

Era el martes 8 de abril. La noche anterior se había disipado entre el lamento incesante de las sirenas, un ruido que se filtraba por la ventana e impedía el descanso. Una resistencia inusual a consultar el teléfono durante la madrugada, buscando preservar las pocas horas de sueño que ofrecía la vigilia, contrastaba con la costumbre.

La alarma, pautada para las 5:30, sonó con la puntualidad de cada día, pero el agotamiento dictó la postergación del inicio de la jornada. Al acceder a la aplicación de mensajería, el caudal de notificaciones desbordaba la pantalla. La apertura del primer mensaje alteró el curso de lo previsto de manera irreversible.

El derrumbe y la inmediata reacción

La comunicación confirmaba el colapso del techo de la discoteca Jet Set. La noticia impulsó un levantamiento abrupto de la cama. La comprensión de la siguiente secuencia de acontecimientos se impuso con la certeza que otorga el oficio periodístico. El deber, en su manifestación más cruda, llamaba.

Mientras se preparaba la salida hacia el lugar del siniestro, a las 6:21, un mensaje inquirió: —“Jess, pero me dicen que Alexandra y… estaban ahí.” La respuesta, instintiva y cargada de incredulidad, fue doble: “¿¡Queeeee!?” y “No, no, no.”

Con la inquietud convertida en una opresión física, se contactó a la madre de Alexandra. La respuesta, concisa, confirmó el temor: —“Sí, mi niña… ven, estamos aquí”.

La dimensión personal de la tragedia se hizo dolorosamente explícita.

Sin embargo, al llegar al lugar, la real magnitud del suceso se reveló en toda su brutalidad. No se trataba solo de una tragedia privada; había irrumpido en la esfera de todo un país.

El acceso vehicular estaba vedado. Fue necesario descender y apresurar el paso. El pulso acelerado repercutía en la garganta. El sonido de las sirenas era un lamento continuo. El aire, denso y opresivo, presagiaba lo inconmensurable. Al confrontar la escena del club, la certeza de que lo peor aún no se había manifestado se impuso sin lugar a duda.

Horas de desesperación y pérdida

Los padres y la hermana ya se encontraban allí, con el semblante teñido por la angustia. La madre de Alexandra, en estado de shock, presentaba un rostro desencajado, del mismo color que la desolación palpable en el ambiente.

Las noticias alentadoras se filtraban con cuentagotas entre el aluvión de malas nuevas. Cada rescate con vida reavivaba una efímera chispa de esperanza, que se extinguía con la aparición de otra bolsa blanca. La secuencia se repetía, implacable.

Vista aérea muestra a los equipos de rescate trabajando en el club nocturno Jet Set un día después del colapso de su techo en Santo Domingo el 9 de abril de 2025.

La permanencia en el lugar se extendió por horas interminables. La escena, digna de la peor pesadilla, generaba un profundo anhelo por despertar.

Los gritos de dolor, desgarradores y múltiples en su procedencia –madres, padres, hijos, hermanos– resonaban en el ambiente. El sufrimiento adoptaba incontables nombres. El ir y venir constante de ambulancias nutría la desesperación, mientras el único pensamiento recurrente era la esperanza de que la persona querida estuviera entre quienes aún conservaban el aliento.

Con el transcurso de las horas, la incertidumbre se intensificaba. La cobertura periodística se mantuvo firme, con transmisiones en vivo que, por momentos, quebraban la voz contenida. El sol inclemente castigaba la piel, mientras los ojos ardían, lacerados por las lágrimas y el esfuerzo de la retransmisión.

El desasosiego de los presentes alimentaba la propia. La tragedia afectó de manera directa a la familia; el padre perdió a más de diez allegados ese día, incluyendo a su mejor amigo.

Un monumento a la memoria

El Jet Set se transformó en una fosa común a cielo abierto. La magnitud del desastre lo posicionó como la peor tragedia del siglo en República Dominicana, con un saldo de más de 230 vidas perdidas y superando los 180 heridos.

Las autoridades erigieron una carpa, que internamente fue denominada “la carpa de la muerte”. Pasadas las 3:00 p.m., la esperanza de encontrar sobrevivientes cesó.

Cuerpo tras cuerpo. Nombre tras nombre. La realidad se imponía con una brutalidad indescriptible. La contención emocional se tornó imposible.

Un mes después, el regreso al lugar genera una sensación de irrealidad. El silencio actual contrasta con el caos de aquel día, hablando por sí mismo de la transformación sufrida.

Lo que otrora fue un espacio de música, alegría y festejo, un lugar donde convocar a la vida a través del baile…

Ahora solo exhibe muros que testimonian la desolación. Velas consumidas, flores marchitas, fotografías descoloridas. Un altar espontáneo a la memoria del dolor.

La discoteca dejó de existir. Es un monumento perenne a las vidas que se perdieron entre los escombros.

La labor periodística continúa. La semana actual implicó revivir los sucesos a través de entrevistas a los sobrevivientes.

Patricia permaneció bajo los escombros durante siete horas, con la trágica experiencia de perder a su mejor amiga a escasos metros. Elena, profesional de la salud, sobrevivió, pero el costo fue la pérdida de su pareja y cuñados. Víctor y Marisol son otros de los testimonios que la tragedia permitió recabar.

Mientras las lesiones físicas tienden a sanar, las cicatrices emocionales permanecen indelebles.

Una de las sobrevivientes registró en video los momentos previos y posteriores al derrumbe. El material es considerado crucial para la reconstrucción de los hechos por parte de las autoridades. Sin embargo, la memoria de los gritos subsiste con una intensidad que excede la necesidad de visualizar el registro.

Un mes después, las muestras de gratitud de quienes sufrieron la pérdida continúan llegando: —“Gracias por el apoyo a todos los que perdimos un ser querido. Yo perdí mis dos únicas hermanas en esa tragedia: Patricia Acosta y Yessica Acosta. Gracias del alma por el apoyo brindado. Dios te lo recompense.”

No olvidar, el único camino

La pregunta sobre cómo reponerse de una experiencia de tal envergadura persiste.

No se dispone de respuestas absolutas. Pero una convicción se mantiene inalterable: la necesidad imperativa de no olvidar lo sucedido.

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