Jerusalén: la vida blindada tras la escalada
La milenaria ciudad elegida por el presidente Javier Milei para trasladar la embajada argentina ya no pulsa al mismo ritmo, o directamente no pulsa. La estela de los atentados del 7 de octubre de 2023 y la consiguiente respuesta israelí se ciernen sobre su atmósfera, impregnada de temor y de una palpable tensión entre las comunidades judía y musulmana. El turismo, otrora motor económico, cayó abruptamente, impactando de manera desproporcionada a los comerciantes de origen árabe.
Las noches en Jerusalén exhiben una quietud casi fantasmagórica. No hay toque de queda, pero las calles principales están prácticamente desiertas. Apenas algunos bares congregan jóvenes en los alrededores de Jaffa Street. La imagen de padres llevando armas al cinto mientras caminan con sus hijos en las galerías del centro se ha vuelto, tristemente, cotidiana.
### Contrastes cotidianos bajo tensión
Las diferencias se manifiestan incluso en los gestos más simples. Shibud, taxista con cuatro décadas al volante, se jacta de su velocidad en llegar al aeropuerto Ben Gurion, en las afueras de Tel Aviv, atribuyéndolo en parte a evitar las requisas que sí padecen sus colegas árabes. Su ritual de golpear los billetes para verificar su autenticidad es una postal más de una cautela generalizada.
En el Monte de los Olivos, punto neurálgico para visitantes, los comerciantes judíos denuncian que pobladores de barrios musulmanes les cobran a los turistas por acceder al paseo. La coexistencia, que de por sí nunca fue idílica, se resquebraja aún más en este escenario.
### El impacto en los sitios sagrados
La caída del turismo es dramática. La Ciudad Vieja, epicentro de la fe de millones, no es la misma. Ya no se observan las multitudes en el Muro de los Lamentos ni las interminables colas para acceder al Santo Sepulcro. Lo que antes era una marabunta de fieles y turistas, hoy permite recorrer la última morada de Jesús «sin aglomeraciones ni tiempo de espera».
Los más afectados son los vendedores del sector árabe, con sus negocios de dátiles, artesanías y dulces languideciendo en las callejuelas. La Guardia israelí, además, restringió el acceso a la Gran Mezquita, permitiendo el paso solo a los musulmanes que acuden a rezar. Las delegaciones de extranjeros y los misioneros que solían recorrer la Vía Dolorosa son ahora una rareza, y el clásico regateo de la zona se extinguió.
Pero la exigencia del cese de la violencia no es patrimonio exclusivo de la población musulmana. «Es difícil criar hijos acá, estando pendiente de las alarmas y los misiles que vienen desde el Líbano y otros países. Por eso muchos pedimos el fin de la guerra», cuenta María, una argentina que debió evacuar su kibutz cercano a la frontera norte por meses. La opción de la migración interna, o directamente la partida del país, se presenta como una dolorosa alternativa para muchos.