Por un periodista que lo observó todo desde la trinchera del teclado
Hubo una época, que no parece tan lejana, en la que conectarse a internet en Argentina implicaba esperar. Y escuchar. Porque antes de que existiera el WiFi y los routers silenciosos, estaba ese chillido áspero del módem de Speedy, interrumpiendo la línea telefónica familiar para intentar una conexión de 256 Kbps. Aquel sonido—piii-crrr-shhh—era el primer paso para entrar a un mundo que todavía no entendíamos del todo. Era 2005, y entre esas páginas cargadas a ritmo de tortuga, apareció un sitio nuevo: YouTube.
Todo empezó con un ruido. No una canción, no un podcast, no un beat viral de TikTok. Un ruido. Específicamente, ese chirrido infernal del módem que conectaba nuestras esperanzas a 256 Kbps mientras arruinaba cualquier posibilidad de que alguien atendiera el teléfono en casa. Si lo escuchaste, sabés. Si no lo escuchaste, tenés menos de 30 y nunca vas a entender por qué lloramos con una carga del 99% que se cortaba justo cuando terminaba.
Era 2005. Y mientras vos tratabas de bajarte un tema de LimeWire sin que sea un virus con forma de Britney Spears.exe, alguien en una parte del mundo donde el WiFi ya existía subía a internet un video llamado «Me at the Zoo». Un flaco cualquiera hablando de elefantes. Fin. Ninguna revelación. Pero el concepto era dinamita: grabarte, subirlo y que el mundo lo vea. Sin productor, sin permiso, sin moral ni estética. El video como derecho humano.
Y así nació YouTube. Que si bien empezó allá, no tardó en aterrizar acá. Como toda moda digital, nos llegó con delay, con adaptación local y con más ganas que recursos. Pero no importaba. Porque para los argentinos, YouTube no fue solo una página de videos. Fue un espejo. Un escenario. Un ring. Un diván. Un kiosco abierto 24 horas con caramelos de todo tipo: desde lo dulce hasta lo que te arranca un diente.
Los primeros que la rompieron no eran influencers. Eran delirantes. Marito Baracus, por ejemplo, que hackeó la cultura pop con un PowerPoint con esteroides. Recortaba películas, metía voces, remixaba chistes internos de la villa con frases de Arnold Schwarzenegger. Era como si un VHS se hubiera tragado a un meme y escupiera contenido post-nuclear. Nadie sabía si era arte, si era una joda o si había que denunciarlo. Pero todos lo veían. Y todos lo copiaban. Ahí nacieron clones, mutantes, parodias y parásitos: Vedito, Fredito, los Marito Kids, y un largo etcétera de gente que descubrió que el absurdo no tenía copyright.
Y si hablamos de desquiciados inolvidables, aparece el Bananero. Que no era argentino pero lo parecía. Porque su humor escatológico, su machismo de caricatura, su estética de video prohibido por la UNESCO, pegó acá como alfajor en kiosco de colegio. No era solo provocación. Era una especie de catarsis generacional: mirar eso era hacer justicia por mano propia contra los profesores de EDI, contra la moral del cable, contra la solemnidad de los medios. La gracia estaba en ver cuánto podía aguantar el algoritmo antes de explotar.
En esa época, YouTube era el éxodo de los raros. Un refugio para los que no entraban en ninguna categoría de la tele. Los que no eran ni Marcelo Tinelli ni Sofovich ni Cris Morena. Eran los otros. Los que grababan con una webcam que venía con la computadora. Los que editaban en Movie Maker con efectos tipo feria de ciencia. Pero con una energía: acá estamos. Aunque no supiéramos para qué.
Pero como todo juego sin reglas, empezó a llamar la atención de los adultos. Y con ellos, la guita. Allá por 2011, Google dijo: che, esto genera vistas, las vistas generan plata, pongamos anuncios y que el que quiera cobre. Nació la monetización. Y con ella, la profesionalización del caos.
Los que venían subiendo cualquier cosa pasaron a subir cualquier cosa pero con calendario. Los que no sabían editar aprendieron Premiere. Los que no tenían micrófono se compraron uno. Se armaban thumbnails como portadas de revista, con letras en Arial Black y caras de sorpresa. Había que gritar más, grabar mejor, subir más seguido. Porque ahora había un Dios nuevo, invisible pero exigente: el algoritmo.
Y así, lo que era punk se volvió pop. Lo que era marginal se volvió mainstream. Y lo que era puro delirio se volvió planificado. Algunos lloraron la pérdida. Otros cobraron y se compraron luces led. Porque, convengamos: no es fácil resistirse a cobrar en dólares haciendo boludeces.
Igual, no todo se perdió. Nacieron nuevos formatos: los vlogs, los tutoriales, los challenges. Se abrió el campo de juego. YouTube se convirtió en cocina, en peluquería, en programa de entrevistas, en diario, en consultorio sentimental, en clase de historia, en clase de cocina, en clase de guitarra, en clase de todo. Porque alguien, en algún lado, ya lo hizo video.
Y cuando llegó la pandemia, YouTube fue básicamente el mundo. Con los chicos encerrados, fue escuela. Con los estadios vacíos, fue tribuna. Con las noticias mintiendo, fue canal alternativo. No siempre confiable, pero al menos distinto. Los medios tradicionales hablaban desde el atril. YouTube, desde el cuarto desordenado.
Lo loco es que en estos veinte años, YouTube no se volvió argentino. Fue Argentina la que se volvió YouTube. Hoy todo es contenido. Todo es para mostrar. Todo es para subir. Nos acostumbramos a ver el mundo con barra de reproducción. Si algo no tiene video, no pasó. Si pasó y no tiene likes, da igual.
Y así estamos. Hay canales de filosófos que analizan el peronismo con memes. Canales de maquillaje que explican política mejor que los editorialistas. Canales de gameplay que explican mejor la historia argentina que Encuentro. Todo es posible. Todo es visible. Todo es posteable.
¿Y qué viene ahora? Bueno. YouTube se volvió adulto, pero con crisis de identidad. Quiere ser Netflix, Twitch, Spotify, Instagram y Google Docs al mismo tiempo. Anunciaron cosas raras: poder ver varios videos al mismo tiempo (porque uno solo ya no nos alcanza), responder comentarios con voz (porque escribir es agotador), y una función para escuchar música según tu estado de ánimo (algo que hace cualquier tía con un pendrive y cumbia).
La velocidad de reproducción llega a 4x, por si tenés que ver una charla TED mientras cocinás, lavás los platos, entrenás y criás un hijo. Y la app en Smart TV va a tener menos clicks. Porque en el fondo, todo se resume en una sola lucha: hacer más cosas en menos tiempo con menos ganas. La santísima trinidad de la vida moderna.
Los números son mareantes: 20 millones de videos por día. 3.500 millones de likes cada 24 horas. 100 millones de comentarios diarios. Hay videos que pasaron el millón de millones de vistas. Hay canales argentinos que tienen más suscriptores que habitantes tiene Mendoza. Hay pibitos que no saben leer bien pero editan como si laburaran en MTV en el 2002.
Y sin embargo, en el fondo, todo sigue igual. YouTube sigue siendo ese lugar donde vas a ver un tutorial y terminás viendo un resumen de los goles de Chilavert. Donde ibas a escuchar una canción y terminás llorando con un compilado de comerciales de los noventa. Donde la lógica se suspende y el tiempo se disuelve.
¿Qué nos enseñó YouTube? Que no hay talento chico. Que la verguüenza es opcional. Que un video mal enfocado puede ser más honesto que un documental de tres horas. Que el humor, cuando es genuino, no necesita permiso. Que la gente no busca perfección, busca empatía. Y que a veces, el comentario más boludo te cambia el día.
YouTube nos regaló momentos que no se pueden traducir en estadísticas. Nos dio risa, nos dio llanto, nos dio teorías conspirativas, recetas de vitel toné, peleas que nunca terminan y videos que nunca mueren. Nos dio la posibilidad de ser protagonistas sin productor. Nos dejó mostrarnos sin tener que pedir permiso.
Y por eso, aunque todo cambie, aunque el algoritmo nos vuelva locos, aunque la publicidad nos persiga como mosquito en carpa, seguimos entrando. Porque al final, YouTube no es solo una plataforma. Es un espejo pixelado que nos devuelve el país que fuimos, el que somos, y el que podríamos ser si un día nos da por subir algo que valga la pena.
Como dijo alguna vez un viejo sabio de internet: «Si no está en YouTube, no existe. Y si está, mejor que tenga comentarios activados».
Y lo que viene…
Con el festejo por sus 20 años YouTube también dejó caer un road‑map plagado de funcionalidades nuevas, datos de vértigo y algún que otro huevo de Pascua pensado para sus usuarios más fanáticos. A saber:
- Multiview para todos
Ya no será sólo para deportes: en las próximas semanas los abonados a YouTube TV podrán armar sus propias cuadrículas con directos de noticias, gaming o lo que toque. - Responder comentarios con la voz
La prueba piloto de 2024 funcionó y este año llegará a más creadores: grabarás un audio y se publicará como respuesta en el hilo. - Ask Music
Le dictás la vibra («canciones para un domingo de lluvia») y te arma una radio personalizada. Hoy está en Inglés para suscriptores Premium; prometen español y más territorios antes de fin de año. - Reproducción a 4×
Para quienes sienten que 2× es siesta: los usuarios Premium en mobile ya pueden acelerar hasta cuatro veces. - Rediseño de la app en Smart TV
Menos clicks, más acceso rápido a comentarios y suscripciones; orientación pensada para el control remoto. - Estadísticas que marean
▸ Más de 20 millones de videos se suben por día.
▸ En 2024 se registraron 100 millones de comentarios diarios y los creadores regalaron 10 M de likes a su audiencia.
▸ El botón «pulgar arriba» se apretó 3.500 millones de veces cada 24 horas.
▸ Hay ya 300 videoclips en el club de los mil millones de vistas. - Cumple doble
YouTube Music y YouTube Kids soplan 10 velitas: habrá filtros, playlists retro y un modo «tú apruebas» para que los padres seleccionen manualmente qué ve cada chico. - Easter eggs
Animaciones especiales cuando das like, temporizador de apagado, bloqueo de pantalla y atajos de teclado (probá presionar «/» para saltar al buscador).
La idea, dicen en Mountain View, es que YouTube se convierta en un hub multitarea: verlo, escucharlo, charlarlo y compartirlo al mismo tiempo. Si los últimos veinte años fueron sobre romper la barrera de entrada al video, los próximos parecen concentrados en difuminar la frontera entre mirar y participar.