El desafío de la IA en exámenes: cómo detectan el fraude con nanopinganillos

Redacción Cuyo News
11 min
Cortito y conciso:

Un examen en la Universidad de Salamanca se convirtió en un escenario de alta tecnología y fraude cuando un profesor detectó a estudiantes usando «nanopinganillos» indetectables a simple vista, recibiendo respuestas dictadas por vía telefónica y, presuntamente, asistidas por inteligencia artificial. Este hallazgo no solo destapa una sofisticada red de copias, sino que pone en jaque la efectividad de las evaluaciones universitarias, la laxitud de las sanciones y la creciente dependencia tecnológica, abriendo un debate urgente sobre el futuro de la educación y la honestidad académica.

El aula de examen, ese santuario de la concentración y el conocimiento, se transformó, al menos por un instante, en el escenario de una trama digna de un thriller tecnológico. Javier Blanco, profesor en la Universidad de Salamanca, se paseaba entre los pupitres con auriculares, un detalle que al alumno Víctor Funcia le “mosqueaba un poco”. La sospecha inicial de que Blanco estaba escuchando la radio se disipó con una sacudida de adrenalina: “Me pegó un pico de adrenalina”, recuerda el docente. No era música ni noticias, era una señal muy concreta, un susurro digital que delataba el fraude.

Alguien, desde el exterior, dictaba las respuestas del examen por teléfono, y un estudiante en el aula las recibía a través de un auricular diminuto. Tan ínfimo que era un “nanopinganillo” del tamaño de la cabeza de un clavo, incrustado junto al tímpano, invisible y solo extraíble con un imán. Blanco conectó la señal a un altavoz y, ante el asombro general, toda la clase escuchó las soluciones en vivo y en directo. Lo más llamativo es que, en ese momento, ningún presunto culpable se inmutó. La revelación posterior fue aún mayor: no era uno, sino tres los alumnos que portaban esta tecnología.

No es que la viveza (académica, en este caso) haya descubierto la pólvora recién ahora. Este tipo de pinganillos funciona desde antes de la pandemia. De hecho, en 2019, profesores de la Universidad Politécnica de Valencia, como Ismael Ripoll, ya habían escrito un artículo científico explicando cómo crear un detector. “Me alegra que mi trabajo haya tenido utilidad”, comenta Ripoll, aunque reconoce que, en su momento, a pesar de las sospechas, “al final no pillamos a nadie”.

Blanco, ingenioso y perseverante, utilizó esas instrucciones para construir su propio sistema de detección. En la misma época, se conoció el caso de un profesor de un instituto de Madrid que había desarrollado una herramienta similar. Sin embargo, hay una diferencia fundamental entre los casos de 2019 y estos más recientes, una que cambia completamente el panorama del fraude: la inteligencia artificial. Ahora, fuera del aula, ya no hace falta un experto que sepa las respuestas. Basta con que un familiar o amigo reciba la foto del examen que le manda el estudiante, la suba a ChatGPT y le dicte sus respuestas por teléfono. El “ayudín” ya no es un arte, es un algoritmo.

Para colmo de males académicos, la tecnología del fraude está al alcance de la mano. Hay docenas de vídeos en redes sociales con millones de visualizaciones que explican el funcionamiento de estos pinganillos, que pueden comprarse fácilmente en internet. “La pila del pinganillo no lo sé lo que dura, para no arriesgar recomiendo poner pila nueva si vas a estar un par de horas de exámenes”, reza una reseña del “Pingaoculto” en Amazon, que se consigue por 42,99 euros. Hay dispositivos con micrófono, muchos necesitan un repetidor discreto que puede ir en el cuello, en un anillo o, con aún más descaro, dentro de un bolígrafo. Hay tanta variedad que, según un profesor, incluso pueden alquilarse. El mercado negro del estudio ya no es tan negro, sino más bien transparente y accesible para el que quiera hacer un “esfuerzo” mínimo.

Este escenario no es un mero chispazo anecdótico; es un verdadero “problemón que tenemos”, como lo define José Juan López, vicerrector de estudiantes de la Universidad Miguel Hernández. “Y no podemos hacer nada, porque la tecnología es muy difícil de detectar y legislar. Y hablo de exámenes, en trabajos ya ni te cuento”, añade, pintando una radiografía de la encrucijada educativa actual que no discrimina fronteras.

La carrera armamentística entre tecnología y ética académica

El problema tiene varias capas, como una cebolla que nos hace llorar por el futuro del conocimiento. Primero, el avance imparable de la tecnología. Si el pinganillo ya existe, lo que viene es aún más sofisticado: gafas, relojes y bolígrafos donde dispositivos cada vez más discretos tienen mayor capacidad para resolver preguntas y problemas. Los móviles ya están prohibidos, sí, pero en aulas grandes pueden colarse, o incluso donde se confisca uno, hay quien puede llevar un segundo dispositivo. La IA puede resolver preguntas de test sin siquiera haber estudiado nada. Antes, al menos, preparar el material para copiar requería dedicar un rato a saber qué entraba. Hoy, la «viveza» ha mutado en una preocupante «vagancia».

Laura, encargada de lenguas en la Academia San Roque de Tenerife, lo sentencia sin eufemismos: “Es cada vez más habitual que muchos busquen la solución rápida. Ahora no quieren hacer ni el más mínimo esfuerzo. Ser vago es más común últimamente. Les cuesta hasta entender el ChatGPT, le piden que les haga un resumen del resumen”. Una frase que condensa la decadencia del esfuerzo en la era del «copy-paste».

Cuando copiar no es una picardía, sino una estrategia de carrera

Segundo, el problema de que copiar puede volverse tan fácil que ya no solo ayude a aprobar un examen difícil, sino que permita sacarse grados enteros. Esto genera una competencia desigual que afecta sobre todo a los compañeros que se esfuerzan, donde la lucha por una beca o por la mejor nota para acceder a estudios superiores se ve injustamente distorsionada. En el ejemplo de la Universidad de Salamanca, la asignatura donde les pillaron “no es de las más difíciles de la carrera”, dice Funcia. “Da que pensar por qué copian si lo hacen en asignaturas que se pueden sacar fácilmente leyendo el temario. No sé si aumentando el castigo la gente dejaría de copiar. El sistema de las notas indirectamente incentiva esta competitividad, es una clasificación individualista”. Aquí, el sistema mismo, con su presión por la excelencia numérica, podría estar cebando al monstruo.

Castigos de juguete para trampas de última generación

Mientras se esperan cambios estructurales en el sistema de evaluación (si es que llegan), los profesores se topan con el tercer gran problema de la irrupción de la IA en el mundo de los exámenes: las sanciones. El sistema de castigo para una chuleta de papel o un chivatazo furtivo de antaño, resulta, lisa y llanamente, inservible para este tipo de sofisticación. Según la ley actual, modificada en 2023 y aplicable a todas las universidades, copiar en un examen es una falta grave. El máximo castigo que permite es suspender al culpable dos convocatorias de ese año y expulsarle de la universidad por 30 días, aunque si hay un examen en esos días, puede presentarse. “La penalización es nula”, dispara Rodrigo Santamaría, de la Universidad de Salamanca. “Estamos vendidos, si un estudiante quiere copiar va a copiar igual”. Una penalidad que, más que castigar, parece una invitación.

Este tipo de régimen se encuentra con la dificultad de detectar, informar y, sobre todo, demostrar estos percances. “Hablas con un chaval y le preguntas si tiene un pinganillo y te dicen que no, que lo demuestres”, comenta, con la impotencia que se adivina en su voz, José Ángel Contreras, responsable del servicio de Inspección de la Universidad de Burgos.

En varias conversaciones con otras universidades, la sensación es que esto ocurre más de lo que parece, pero la certeza brilla por su ausencia. Es todo muy nuevo, demasiado rápido para la burocracia académica. Y, obviamente, no es un problema exclusivo de España. “En mi aula dos chicos han copiado el examen buscando las respuestas con las gafas Meta, cuando hemos avisado a los profesores han pasado de todo”, declaró un alumno de Medicina de la Universidad de Padua a un medio italiano. La viveza del siglo XXI no tiene pasaporte.

¿Y las soluciones? Una sola opción real e inmediata, según López, de la Universidad Miguel Hernández: “Inhibidores de frecuencia. Pero ahora mismo son ilegales, solamente la policía puede usarlos. Recuerdo que en su día se lo comenté al ministro una comida que tuvimos y ni se mojó”. La respuesta del poder político, como tantas veces, parece ser la inacción, dejando a las universidades en la lona, solas frente a un enemigo invisible y cada vez más audaz.

El debate está abierto: ¿es la universidad un templo del saber o una carrera de obstáculos donde la tecnología del fraude siempre va un paso adelante? La respuesta, como siempre, es compleja y está en manos de quienes hoy, quizás, estén más preocupados por el próximo examen que por el futuro de la educación.

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