El pilar invisible de internet: Alemania impulsa la soberanía del software abierto

Redacción Cuyo News
10 min
Cortito y conciso:

Alemania, a través de su Agencia de la Tecnología Soberana, lidera un esfuerzo pionero en Europa para asegurar la infraestructura digital. Dirigida por Adriana Groh, la agencia se enfoca en el software de código abierto –usado por la mayoría de las aplicaciones–, que sostiene nuestra vida diaria pero que, paradójicamente, nadie asume la responsabilidad de mantener. Groh subraya la necesidad de un «triángulo» de colaboración entre gobiernos, empresas y voluntarios para construir una soberanía tecnológica europea real, invirtiendo en los cimientos invisibles de un ecosistema digital cada vez más vulnerable y esencial.

El software de código abierto, ese gran desconocido para la mayoría, es en verdad el engranaje invisible que mueve nuestro mundo digital. Desde las megacorporaciones como Microsoft o Google hasta el programador más amateur, todos, absolutamente todos, se valen de este recurso que hoy nutre entre el 70% y el 90% de las aplicaciones que utilizamos a diario. Nadie, en su sano juicio, empieza un desarrollo desde cero; lo lógico y eficiente es apoyarse en librerías de GitHub o GitLab, descargando paquetes de código ya escrito, revisado y mejorado por una comunidad global. La verdad es que, sin este ejército silencioso de voluntarios y desarrolladores, la tecnología tal como la conocemos, simplemente, no existiría.

La paradoja del código abierto: un bien común sin dueño

Pero esta omnipresencia trae consigo una paradoja tan profunda como preocupante: ¿quién se hace cargo de su mantenimiento? Adriana Groh, directora general de la Agencia de la Tecnología Soberana (Sovereign Tech Agency) del gobierno alemán, una institución pionera en Europa, lo pone en blanco sobre negro: «Los desarrolladores dedican de media dos tercios de su tiempo a adaptar software abierto a sus necesidades, y sobre ello construyen su aplicación. Por eso, si hay algún fallo de seguridad en ese código, todo el mundo, desde Apple o Meta hasta el gobierno alemán o español, tienen un problema». La frase resuena como un campanazo de alerta. En un mundo hiperconectado, la vulnerabilidad de un paquete de código abierto puede desatar un efecto dominó con consecuencias catastróficas.

La soberanía tecnológica europea, un concepto que viene ganando peso desde los vaivenes políticos globales, encuentra en este punto su talón de Aquiles. Groh, quien visitó Madrid y Barcelona para compartir la experiencia alemana, es clara: si los cimientos del código abierto no son sólidos, todo lo demás es, en el mejor de los casos, un castillo de naipes. En España, vale la pena decirlo, no existe un organismo equivalente a la agencia que ella dirige, lo que nos lleva a preguntarnos sobre la verdadera conciencia de nuestros gobiernos ante esta infraestructura crítica.

«En el siglo XXI, todo gobierno debería entender como parte de su trabajo el asegurarse de que el software sea soberano y seguro, no solo para ellos, sino también para las empresas, la sociedad y los investigadores», sostiene Groh. «En el siglo XXI, el software es la infraestructura invisible de nuestra vida cotidiana, como las carreteras y los puentes. Todo funciona con software, y una parte importante de este es viable gracias al código abierto, que lo mantiene la gente de forma desinteresada. Si este último se rompe, entonces es como si una carretera o un puente se derrumbara: todo lo demás se vuelve mucho más complicado y peligroso». Un planteo contundente, que equipara los bytes a los ladrillos y el asfalto. ¿Es este el nivel de importancia que le damos en nuestras latitudes?

Construyendo los cimientos invisibles de un futuro digital

La Agencia de la Tecnología Soberana, nacida hace tres años, ha visto crecer su presupuesto y su impacto. Con unos 20 millones de euros, se concentran en lo esencial: el software que los propios desarrolladores necesitan para crear más software. «La mayoría de la gente nunca ha oído hablar de curl o pi (Python), o las otras 60 tecnologías en las que trabajamos. Pero si estos programas caen, de repente los sistemas de pago ya no funcionan. Si vemos la infraestructura digital compartida como una gran construcción con bloques, necesitamos invertir en los pilares para poder seguir creciendo para arriba. De lo contrario, es como construir castillos en la arena. Nuestra misión es mirar esa base de bloques de construcción», explica Groh. Un enfoque pragmático que prioriza la base sobre las florituras, pero que requiere una mirada a largo plazo.

«Exacto. Creemos que conviene hacer una sola cosa muy bien. Y, si lo consigues, puedes pasar a la siguiente. Por supuesto, el software solo no es suficiente. Si queremos ser más soberanos en Europa, necesitamos identificar los problemas y, luego, diseñar nuevos instrumentos efectivos para cada uno de ellos y asegurarnos de que se coordinan y se alinean para que tengamos un impacto real. Realmente necesitas entender cómo trabajan los desarrolladores de software y cómo funciona el ecosistema de código abierto», asegura Groh, descartando un abordaje prematuro del hardware. Y aquí es donde la pregunta se impone: ¿estamos realmente identificando los problemas y diseñando instrumentos, o nos limitamos a parches temporales?

La responsabilidad compartida: un triángulo necesario y urgente

El núcleo del desafío, según Groh, es un problema de «bienes comunes»: «Todos usan software abierto como base para construir sus propios desarrollos, pero nadie se siente responsable de él. ¿Por qué debería yo invertir en software abierto si mi competidor también lo usa y no lo paga? Ese es el problema que queremos abordar». La eterna cuestión del «free rider» se manifiesta con brutal claridad en el ámbito digital. La soberanía digital, entonces, no es solo un reemplazo de productos, sino una reingeniería de procesos que involucre software, hardware, datos y, fundamentalmente, quién tiene los medios de producción y, más importante aún, quién los sostiene.

Para construir un ecosistema digital sostenible y seguro, Groh postula un «triángulo» de colaboración ineludible. En un vértice, los voluntarios, esos «quijotes» que, al terminar su jornada laboral, dedican su tiempo libre a mantener el software que usa el mundo entero. «Lo hacen porque realmente creen en el código abierto. No queremos que esto se detenga, pero sí quitarles algo de presión». En otro, las empresas, usuarias y beneficiarias directas del código abierto, que deben «plantearse cómo contribuyen de vuelta». Y en el tercer vértice, el gobierno, que debería asumir su rol activamente.

«Internet funciona gracias a una infraestructura compartida que no es propiedad de nadie, pero que debemos cuidar», insiste Groh. La falta de un incentivo empresarial para «poseer» este recurso global hace que la responsabilidad se diluya. Sin embargo, los usuarios están despertando: «Cuando WhatsApp fue adquirido por Meta, muchos de mis amigos se cambiaron a Signal, que es de código abierto, porque no se sentían cómodos con la política de protección de datos de WhatsApp. Creo que los ciudadanos cada vez tomaremos más decisiones de este tipo: si dos servicios son muy similares, preferimos el más seguro». Una tendencia que, quizás, sea el motor del cambio.

Y hay más. El código abierto es reutilizable, adaptable y, por ende, reduce la huella de carbono tecnológica al evitar que se haga el mismo trabajo una y otra vez. Es eficiente, seguro y transparente. En este contexto, la postura de Groh sobre la regulación es contundente: las empresas no pueden seguir usando un recurso común gratuito sin contribuir, y los gobiernos, en lugar de gastar en licencias de software privativo, deberían invertir el dinero público en código abierto. Un modelo que, a decir verdad, parece tan obvio como subutilizado en gran parte del mundo. La pelota, claramente, está de nuestro lado de la cancha. ¿Estamos listos para jugarla?

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