En un mundo acuciado por crisis ambientales y el deshilachamiento de las democracias, la inteligencia artificial (IA) emerge como una panacea, una solución mágica. Pero, ¿es oro todo lo que reluce? Este artículo destapa la narrativa interesada que impulsa el desarrollo de la IA, cuestionando quién controla esta tecnología, para qué fines se utiliza y con qué consecuencias. ¿Estamos ante un avance inevitable o ante una concentración de poder sin precedentes en manos de las grandes corporaciones tecnológicas?
¿Inteligencia artificial o inteligencia artificialmente inflada? Un debate necesario
En tiempos de incertidumbre, con el planeta al borde del colapso ambiental y las instituciones democráticas crujiendo como galletitas viejas, la inteligencia artificial (IA) se alza como la gran esperanza blanca. Una especie de «varita mágica» tecnológica capaz de solucionar todos nuestros problemas. Pero, ¡ojo al piojo! ¿No será que nos están vendiendo gato por liebre?
La cuestión no es si la IA puede hacer cosas asombrosas (que las hace), sino quién tiene el control del joystick. ¿Microsoft, Google, Meta, Amazon? Nombres que resuenan con el estruendo de una aplanadora en el mercado, pero también en el terreno de los datos, la infraestructura y, lo más importante, las decisiones que afectan nuestras vidas.
¿Quién le pone el cascabel al gato de la inteligencia artificial?
Entregar el diseño de herramientas que impactan en la educación, la salud, la justicia y la seguridad a un puñado de empresas privadas suena, cuanto menos, arriesgado. Decisiones cruciales tomadas a puertas cerradas, mediante algoritmos que no rinden cuentas y cuyos criterios desconocemos. ¿Estamos hablando de progreso o de un retroceso democrático?
Esta situación no es casualidad, aclaremos. Es el resultado de políticas públicas permisivas, décadas de desregulación y una visión tecnocrática del progreso que confunde eficiencia con justicia. Y los resultados están a la vista: trabajo precarizado, servicios públicos privatizados y recursos energéticos desviados para alimentar centros de datos que, seamos sinceros, poco tienen que ver con las necesidades de la gente común.
El espejismo de la escala y la falsa promesa de las startups
El paradigma que equipara inteligencia con escala es otro de los caballos de batalla. Cuanto más grandes los modelos, los conjuntos de datos o la infraestructura, mayor la supuesta inteligencia artificial. Una lógica que beneficia a las grandes tecnológicas y deja en offside a las alternativas.
El caso de OpenAI, que nació como un proyecto abierto y sin ánimo de lucro y hoy está integrado al modelo corporativo de Microsoft, es un claro ejemplo. Lo mismo ocurre con Anthropic, financiada por Amazon y Google. El mito de las startups disruptivas se desmorona al comprobar su dependencia de los gigantes que pretendían desafiar. ¿Revolución o simple maquillaje?
¿Y la academia? ¿También cayó en la trampa?
Lamentablemente, la propia investigación académica no escapa a esta dinámica. Grandes laboratorios empresariales financian conferencias, publicaciones y departamentos universitarios, orientando las agendas científicas hacia sus propios intereses comerciales. ¿Innovación abierta o estructura oligopólica disfrazada de «carrera» por la supremacía de la inteligencia artificial?
Más allá del hype: el impacto social y los desafíos financieros
La automatización de tareas está transformando el trabajo humano, desplazando profesionales y generando una dependencia creciente de herramientas digitales que reducen la autonomía y aumentan la vigilancia. Las decisiones sobre acceso a servicios sociales, evaluaciones de riesgo o distribución de recursos se están delegando en sistemas automatizados que operan sin transparencia ni posibilidad de apelación.
Esto configura una nueva forma de exclusión, basada en la imposibilidad de intervenir en los sistemas que nos gobiernan. Bajo la apariencia de modernización, se consolida un régimen de control tecnocrático que margina a los sectores más vulnerables y amplifica las desigualdades.
Pero no todo es color de rosas en el mundo de la IA. La industria presenta graves problemas financieros, con modelos de negocio que dependen de subsidios públicos, contratos con fuerzas militares o narrativas hiperinfladas. Miles de millones en pérdidas anuales y una rentabilidad esquiva.
Y desde el punto de vista técnico, los modelos actuales presentan fallos notables: información falsa, sesgos, necesidad de corrección humana constante. Sumemos a esto el impacto ambiental alarmante del consumo energético para el entrenamiento de grandes modelos. ¿Sostenibilidad? Una palabra que parece quedar fuera del diccionario de la IA.
Gobernanza democrática: la clave para un futuro con inteligencia
Ante las críticas, la industria responde con una mezcla de espectáculo, promesas de salvación y advertencias apocalípticas. Superinteligencias capaces de salvarnos o destruirnos. Todo un show para distraer la atención del problema principal: la falta de gobernanza democrática en el desarrollo y uso de estas tecnologías.
Pero no todo está perdido. Hay señales de resistencia y propuestas en marcha: demandas antimonopolio, debates sobre soberanía tecnológica, movimientos que reclaman infraestructuras digitales públicas. No se trata solo de «usar bien» la IA, sino de cambiar las condiciones estructurales en las que se diseña y se despliega. Disputar el sentido mismo del progreso tecnológico.
La inteligencia artificial no es un destino inevitable, sino una construcción política. El futuro que se perfila dependerá de nuestra capacidad colectiva para desafiar el poder de la oligarquía tecnológica y recuperar el control democrático sobre las decisiones que moldean nuestras vidas. Esa es, en última instancia, la batalla que tenemos por delante.