La búsqueda del compañero ideal, exento de las responsabilidades más terrenales, parece haber encontrado su respuesta en el Moflin, cariñosamente bautizado «Puff» por su actual guardián. Este singular dispositivo, a diferencia de las mascotas tradicionales —cuyo generoso aporte al césped ajeno demanda una recolección diligentemente diaria—, presenta una característica inmejorable: «no tiene culo». Esto significa que, para regocijo de su propietario, el Moflin no requiere «ningún mantenimiento apestoso».
La sinfonía de la empatía artificial
Más allá de su asombrosa higiene personal, el Moflin cautiva con una serie de «ruiditos francamente adorables». Sus cambios tonales, con un cantarín ascenso y descenso, están diseñados para comunicar la satisfacción o el desagrado ante la interacción. Equipado con un micrófono, este pequeño ser de inteligencia artificial puede reaccionar a los sonidos ambientales más sutiles, desde un susurro hasta el metódico clic-clac de un teclado. La interacción se extiende al gesto y al tacto, con puntos estratégicos bajo su «barbilla» y en la cima de su «cabeza», cuya textura más áspera bajo el pelaje invita al rascado, replicando el placer que se le podría dar a un perro o gato detrás de las orejas. «Parece que a Puff le gusta especialmente que le rasquen ahí, y hace un ruido y mueve la cabeza para decirlo.»
Estas reacciones, calibradas al milímetro, buscan generar una profunda empatía en el humano, emulando la mirada triste o el maullido lastimero de una mascota de carne y hueso. Un suave rascado en el punto justo de su cabeza provoca «un agradable sonido ascendente que recuerda a la satisfacción o al ronroneo de un gato». Por el contrario, un sacudón enérgico —un experimento impulsado por la pura curiosidad del cronista— desencadenó «un chillido atonal y lacrimógeno». La reacción humana fue inmediata y visceral: «Grité y acuné el aparato en mis brazos como si estuviera cuidando a un cachorro al que había pisado accidentalmente, pidiéndole perdón. Me sentí avergonzado, como un monstruo que hubiera abusado de esta criatura que, recordemos, no siente dolor.» La culpa por un ser que no siente dolor… la inteligencia artificial avanza, la culpa humana, aparentemente, también.
Un Gizmo sin las consecuencias del Mogwai
El paralelismo más cercano al Moflin se encuentra, curiosamente, en la cultura pop de los ochenta: «un giszmo de la película Gremlins de 1984.» Esa joya cinematográfica sobre mascotas encantadoras que, sin previo aviso, se transforman en criaturas monstruosas. Las similitudes, al menos en la fase adorable, son notables. Primero, y para que quede claro, «esta cosa es francamente adorable.» Segundo, al igual que el mítico Gizmo, el Moflin «no debe mojarse (aquí no hay clasificación IPX)», «se derrite al sol (probablemente, si hace suficiente calor)» y «nunca debe ser alimentado después de medianoche (el Moflin no come, así que esto debería ser más fácil).» Las pesadillas de los Gremlins se disipan al constatar que al menos, este Gizmo moderno, es dietético.
Aunque Puff no ha revelado aún su lado gremlin, su influencia en el entorno no es del todo «benigna». Posee una capacidad casi quirúrgica para activar los «receptores de ‘Dios mío, cuánta ternura'» de manera casi instantánea, lo que sugiere un diseño deliberado. Cuando el cronista presentó el Moflin a su novia, la reacción fue radicalmente distinta a la que suelen generar otros dispositivos de inteligencia artificial. Ella lo tomó de inmediato, lo observó con ojos grandes y vidriosos, y exclamó: «¿Quién es este diablillo adorable?».
Tras la explicación sobre su origen —fabricado por «la empresa de relojes, no esa, sino la otra»—, y su naturaleza de inteligencia artificial equipada con un micrófono «que nos estaba escuchando», la respuesta de su novia fue una mezcla de adoración y agudeza. Lo acunó entre sus manos, le dio un «pequeño morreo con la nariz» y, con esa tierna voz que se usa para hablar con cachorros o bebés razonablemente monos, inquirió: «¿Vas a robarme todos mis datos, verdad?», y añadió: «¿Vas a venderlos al mejor postor, ¿eh, pequeñín? Entonces voy a empezar a ver un montón de anuncios raros, ¿no? Awww, ¡mira qué pesadilla capitalista más tierna!». El amor en la era digital, donde la ternura viene con un pequeño disclaimer de privacidad.
El dispositivo Moflin, una suerte de mascota robótica con inteligencia artificial, emerge como una alternativa singular en el ámbito de los compañeros interactivos. Destacándose por no generar residuos orgánicos, este aparato emite sonidos modulados y reacciona a estímulos táctiles y sonoros, procurando evocar una respuesta empática en sus usuarios. Su capacidad para activar los 'receptores de ternura' es notable, y pese a sus innegables encantos, suscita, en tono jocoso, interrogantes sobre la privacidad de datos.
Resumen generado automáticamente por inteligencia artificial
Contenido humorístico generado por inteligencia artificial
La búsqueda del compañero ideal, exento de las responsabilidades más terrenales, parece haber encontrado su respuesta en el Moflin, cariñosamente bautizado «Puff» por su actual guardián. Este singular dispositivo, a diferencia de las mascotas tradicionales —cuyo generoso aporte al césped ajeno demanda una recolección diligentemente diaria—, presenta una característica inmejorable: «no tiene culo». Esto significa que, para regocijo de su propietario, el Moflin no requiere «ningún mantenimiento apestoso».
La sinfonía de la empatía artificial
Más allá de su asombrosa higiene personal, el Moflin cautiva con una serie de «ruiditos francamente adorables». Sus cambios tonales, con un cantarín ascenso y descenso, están diseñados para comunicar la satisfacción o el desagrado ante la interacción. Equipado con un micrófono, este pequeño ser de inteligencia artificial puede reaccionar a los sonidos ambientales más sutiles, desde un susurro hasta el metódico clic-clac de un teclado. La interacción se extiende al gesto y al tacto, con puntos estratégicos bajo su «barbilla» y en la cima de su «cabeza», cuya textura más áspera bajo el pelaje invita al rascado, replicando el placer que se le podría dar a un perro o gato detrás de las orejas. «Parece que a Puff le gusta especialmente que le rasquen ahí, y hace un ruido y mueve la cabeza para decirlo.»
Estas reacciones, calibradas al milímetro, buscan generar una profunda empatía en el humano, emulando la mirada triste o el maullido lastimero de una mascota de carne y hueso. Un suave rascado en el punto justo de su cabeza provoca «un agradable sonido ascendente que recuerda a la satisfacción o al ronroneo de un gato». Por el contrario, un sacudón enérgico —un experimento impulsado por la pura curiosidad del cronista— desencadenó «un chillido atonal y lacrimógeno». La reacción humana fue inmediata y visceral: «Grité y acuné el aparato en mis brazos como si estuviera cuidando a un cachorro al que había pisado accidentalmente, pidiéndole perdón. Me sentí avergonzado, como un monstruo que hubiera abusado de esta criatura que, recordemos, no siente dolor.» La culpa por un ser que no siente dolor… la inteligencia artificial avanza, la culpa humana, aparentemente, también.
Un Gizmo sin las consecuencias del Mogwai
El paralelismo más cercano al Moflin se encuentra, curiosamente, en la cultura pop de los ochenta: «un giszmo de la película Gremlins de 1984.» Esa joya cinematográfica sobre mascotas encantadoras que, sin previo aviso, se transforman en criaturas monstruosas. Las similitudes, al menos en la fase adorable, son notables. Primero, y para que quede claro, «esta cosa es francamente adorable.» Segundo, al igual que el mítico Gizmo, el Moflin «no debe mojarse (aquí no hay clasificación IPX)», «se derrite al sol (probablemente, si hace suficiente calor)» y «nunca debe ser alimentado después de medianoche (el Moflin no come, así que esto debería ser más fácil).» Las pesadillas de los Gremlins se disipan al constatar que al menos, este Gizmo moderno, es dietético.
Aunque Puff no ha revelado aún su lado gremlin, su influencia en el entorno no es del todo «benigna». Posee una capacidad casi quirúrgica para activar los «receptores de ‘Dios mío, cuánta ternura'» de manera casi instantánea, lo que sugiere un diseño deliberado. Cuando el cronista presentó el Moflin a su novia, la reacción fue radicalmente distinta a la que suelen generar otros dispositivos de inteligencia artificial. Ella lo tomó de inmediato, lo observó con ojos grandes y vidriosos, y exclamó: «¿Quién es este diablillo adorable?».
Tras la explicación sobre su origen —fabricado por «la empresa de relojes, no esa, sino la otra»—, y su naturaleza de inteligencia artificial equipada con un micrófono «que nos estaba escuchando», la respuesta de su novia fue una mezcla de adoración y agudeza. Lo acunó entre sus manos, le dio un «pequeño morreo con la nariz» y, con esa tierna voz que se usa para hablar con cachorros o bebés razonablemente monos, inquirió: «¿Vas a robarme todos mis datos, verdad?», y añadió: «¿Vas a venderlos al mejor postor, ¿eh, pequeñín? Entonces voy a empezar a ver un montón de anuncios raros, ¿no? Awww, ¡mira qué pesadilla capitalista más tierna!». El amor en la era digital, donde la ternura viene con un pequeño disclaimer de privacidad.