Carl Benedikt Frey, pensador de Oxford, sacude el tablero con su nuevo libro. Desafía la sacrosanta creencia de que el progreso tecnológico es una fuerza imparable. Con ejemplos históricos que van desde la China milenaria hasta la URSS y el Japón moderno, Frey argumenta que la centralización, la falta de competencia y el lobby de las grandes corporaciones no solo frenan la innovación, sino que pueden estancar economías enteras. Su diagnóstico es polémico: la actual revolución de la Inteligencia Artificial, lejos de crear nuevas industrias como en el siglo XX, se parece más a la automatización de la Primera Revolución Industrial. Un llamado a la descentralización para evitar que el futuro se quede en el pasado.
En 1882, la calle Pearl de Manhattan vibró por primera vez bajo la luz de la central de Thomas Edison. Un hito, sí, pero tuvieron que pasar casi cuatro décadas para que esa electricidad se volviera masiva, transformando fábricas y, de paso, las estadísticas de productividad. Algo similar ocurrió con los vehículos a motor: de juguetes de ricos, elitistas e inconfiables a principios del siglo XX, a una herramienta generalizada cincuenta años después. La adopción de nuevas tecnologías, está visto, es un proceso caprichoso e impredecible. Y sus consecuencias, también.
Esta reflexión, que nos invita a mirar el espejo retrovisor del progreso, es el punto de partida de Carl Benedikt Frey. Desde su trinchera en el Oxford Internet Institute, este profesor de Inteligencia Artificial y Trabajo acaba de lanzar How Progress Ends: Technology, Innovation, And The Fate Of Nations. Un título que, solo con leerlo, ya nos plantea una incomodidad: ¿cómo que el progreso termina? Frey nos propone un viaje de mil años por la historia de la humanidad para desentrañar el rompecabezas de por qué algunas sociedades se catapultan al éxito mientras otras, inexplicablemente, se desbarrancan frente a la irrupción de lo nuevo.
El ensayo de Frey no es apto para mentes dogmáticas. Cuestiona, con la autoridad de quien sabe dónde hurgar, una de las verdades más arraigadas en el imaginario colectivo: que el progreso tecnológico es inevitable, una fuerza de la naturaleza que siempre nos empuja hacia adelante. Para desinflar esta burbuja de optimismo, el sueco no se anda con chiquitas. Cita potencias que fueron faros de innovación, como la China de la dinastía Song o la Gran Bretaña victoriana, que terminaron perdiendo su brillo. O naciones modernas que, tras un crecimiento meteórico, se empantanaron económicamente, léase Japón. Pero el ejemplo más crudo, quizás, es el de la Unión Soviética. Un sistema ultracentralizado que, tras cuatro décadas de aparente avance, se desmoronó en los 90. ¿La razón? El colapso, según Frey, había empezado mucho antes. Si el futuro es tan esquivo de predecir, y a menudo, apenas una sombra del presente, ¿qué tipo de orden nos traerá entonces esta flamante revolución de la Inteligencia Artificial?
Cuando el progreso no es una autopista, sino un laberinto
La historia de la tecnología, como bien señala Frey, es errática. ¿Qué empuja entonces a las naciones a explorar, a inventar, a no quedarse quietas? "Si las sociedades no tienen mucho margen para la experimentación y la exploración, o no crean ese espacio, es más difícil explorar nuevas trayectorias tecnológicas y mantener el progreso económico y tecnológico", sentencia el especialista. Y para ejemplificarlo, nos devuelve a la Unión Soviética: "Durante cuatro décadas, tuvo un rendimiento económico razonablemente bueno con un crecimiento de alrededor del 6 % anual, y le fue bien en términos de adopción de tecnología extranjera. Pero cuando el sistema de producción en masa se agotó en los años 70, lo nuevo en el horizonte era el ordenador y ahí las contribuciones soviéticas eran prácticamente inexistentes".
La razón, para Frey, es lapidaria: el margen para explorar era casi nulo. Si un ingeniero aeronáutico buscaba financiación en el Ejército Rojo y se la denegaban, sus opciones se esfumaban con la misma velocidad que su idea. "Eso es muy diferente del sistema estadounidense, por ejemplo, donde el famoso fondo de capital riesgo, Bessemer Ventures, "se negó a invertir" en Google en 1999, pero eso no frenó su auge porque otros sí lo hicieron". Una bofetada a la centralización y un espaldarazo a la descentralización. ¿Es de esa efervescencia descentralizada de donde nació Silicon Valley? La respuesta es sí, rotundo. En un sistema federal, como el de Estados Unidos, la experimentación institucional a nivel local es posible. Un punto de inflexión fue "la nulidad de los acuerdos de no competencia en 1982" de AT&T e IBM, que desató un torbellino. Sin esa medida, la fuga de talentos que dio origen a Fairchild, y luego a Intel, no habría sido posible. Un laboratorio de ideas y talentos que mutó en el epicentro global de la innovación.
Gigantes tecnológicos: ¿motores o frenos de la innovación?
Pero la paradoja es cruel. Aquellos que nacieron de la descentralización, hoy operan de una forma que Frey califica de alarmante. "Una vez más, las empresas tradicionales se alinean en contra de las tecnologías que amenazan sus ingresos y habilidades", advierte. Y las tácticas son conocidas: "adquisiciones agresivas en las que compran empresas emergentes solo para cerrarlas", las "puertas giratorias" entre oficinas de patentes y empresas que conceden patentes de "baja calidad", y un "lobbying coordinado para promover regulaciones protectoras en todos los ámbitos".
Aquí el dardo es directo: "Una de las lecciones del libro es que cuando las empresas establecidas logran regular la economía a su favor, y el público o la falta de competencia geopolítica impiden que el Estado actúe contra ello —ya sea porque no siente la necesidad debido a la competencia internacional o por falta de presión interna—, existe un riesgo real de que el progreso se frene y las economías entren en estancamiento". Un diagnóstico que, sin duda, invita a la polémica y al replanteo del rol de los gigantes de la tecnología.
Frente a la crítica a la descentralización, que algunos señalan como promotora de la desigualdad regional, Frey mantiene su postura, no sin reconocer los logros de la centralización. El sistema soviético era bueno "construyendo y poniendo cosas en marcha", como la electrificación. Incluso tuvo éxitos espectaculares, como el lanzamiento del Sputnik. Pero, y aquí la gran pregunta, "¿no logró desarrollar nada parecido a la industria de las telecomunicaciones que más tarde surgió en EE UU?". La distinción es clave: una cosa es gestionar la puesta al día tecnológica, otra muy distinta es "gestionar ni planificar la innovación de cero a uno". Para esto último, es ineludible un sistema descentralizado capaz de explorar diversas trayectorias tecnológicas. De lo contrario, liderar la tecnología es una quimera.
La IA: ¿una nueva era o una sofisticada automatización?
El autor nos invita a mirar la actual revolución informática y la Inteligencia Artificial con una lupa crítica. Le recuerdan más a la Primera Revolución Industrial que a ese "entusiasmo tecnológico" del siglo XX, donde el mundo se inundó de cosas nuevas. La primera, explica, se centró en la automatización, en hacer lo mismo, pero mejor y más rápido, reemplazando talleres artesanales por fábricas mecanizadas. La segunda, en cambio, creó "nuevos tipos de industrias y actividades laborales". Piénsese en cohetes, aviones, ordenadores, vacunas, antibióticos. "Si todo lo que hubiéramos hecho desde 1800 fuera automatización, tendríamos textiles baratos y una agricultura productiva, nada de cohetes, aviones, ordenadores, vacunas, antibióticos…".
Los aparatos de nuestras casas, tan cotidianos, nacieron de industrias que florecieron a mediados del siglo pasado. ¿Y la informática y la robótica? "Sí, hemos visto algunas industrias nuevas, pero se han limitado a unos pocos lugares, como Silicon Valley. Y no han creado nada parecido a las industrias a gran escala que vimos durante el siglo XX y, además, en gran medida se han centrado en la automatización".
¿Y la Inteligencia Artificial? Las predicciones, día a día, van de la utopía a la distopía. Pero para Frey, hasta ahora, es "en gran medida una continuación". Y el problema, de nuevo, es la falta de competencia. Las grandes empresas tienden a invertir en "tecnología de automatización" para reducir costos y escalar lo que ya hacen, mientras que las pequeñas, sin esa escala, son las propensas a invertir en nuevos productos. "En este momento, ese equilibrio no parece muy saludable", sentencia.
El enorme esfuerzo inversor de las grandes tecnológicas en centros de datos, que devoran recursos energéticos, ¿tiene sentido? Frey cuestiona el "paradigma de escalabilidad en la IA" que, según él, "está llegando a su fin". Si bien se seguirá necesitando capacidad de cálculo, el progreso futuro "vendrá de la innovación algorítmica, de nuevas ideas". Y para eso, insiste, "necesitamos descentralización y competencia". La mayoría de las apuestas se centran en modelos de lenguaje, con gigantes como NVIDIA orientándose a modelos más pequeños. Pero el futuro de la IA podría ser algo totalmente diferente, "un híbrido entre grandes modelos lingüísticos y una IA simbólica… Necesitamos diferentes empresas e investigadores que sigan diversas trayectorias tecnológicas e inviertan en ellas para impulsar realmente el progreso".
Finalmente, Frey nos deja una radiografía global:
China: Un caso interesante por su sistema híbrido, donde conviven empresas estatales y privadas. Hay pruebas de que las estatales no brillan en innovación. Las que sí lo hacen suelen ser las de inversión extranjera o privadas, con libertad para actuar "siempre y cuando sirva a los objetivos nacionales". El problema es que las prioridades cambian rápido, y las autoridades pueden decidir aplicar las normas a su antojo. Esto obliga a las empresas a "acumular capital político" y tener "un asiento en la mesa". Si las prioridades mutan del crecimiento a la autosuficiencia tecnológica, las estatales ganan terreno, lo que "no es especialmente alentador para la innovación". Aunque China tiene a su favor "una población enorme, bastante cualificada, y mucho talento técnico", Frey recuerda que "nadie puede decir que la URSS no tuviera buenos científicos e ingenieros".
Estados Unidos: "Por desgracia estamos viendo una tendencia similar", lamenta Frey. Se creía que China se parecería a EE UU, pero hoy "parece que Estados Unidos se está pareciendo más a China". La administración Trump adquirió acciones en U.S. Steel e Intel, politizando cada vez más el sector privado. Los aranceles protectores, malos para la competencia, crean sistemas de exenciones que favorecen a las grandes. La política, metiendo la cuchara en el plato tecnológico, influye en los líderes empresariales, que ahora deben priorizar "las conexiones políticas que puede establecer en Washington" sobre las innovaciones que desarrollan. Un preocupante camino que, según el autor, socava su propio liderazgo tecnológico.
Europa: Aquí la preocupación es "un poco más antigua y algo diferente". Las leyes laborales son menos flexibles que en EE UU, lo que dificulta que gigantes como Meta y Google giren hacia nuevas tecnologías como la IA generativa. Pero la diferencia más importante, quizás, es que las empresas europeas, sobre todo en el sector servicios y digital, luchan por crecer. Un empresario estadounidense tiene un mercado "grande y relativamente homogéneo" para expandirse. El FMI estima que, al sumar normas y reglamentos, los costos de cumplimiento equivalen a un arancel del 110% en servicios dentro de la propia Unión Europea. "Se trata de aranceles al estilo del Día de la Liberación de Trump dentro de la Unión Europa". Aunque Frey reconoce que el viejo continente "no está tan mal en cuanto a innovación", gasta tanto en I+D como EE UU, pero saca menos partido. Una verdad incómoda para los defensores del modelo europeo.