IA: ¿Simula consciencia o puede crearla? El desafío de Conscium.

Redacción Cuyo News
7 min

En el trajín diario de quien cubre la avanzada de la Inteligencia Artificial, no es infrecuente toparse con un coro unánime de voces convencidas: ChatGPT, Claude o cualquier modelo conversacional, ya ha develado la "sensibilidad", la "consciencia" o, la frutilla del postre, "una mente propia". Cierto es que el mítico test de Turing fue superado hace ya un buen tiempo –un hito que, para muchos, marcó el fin de una era–, pero a diferencia de la mera ‘inteligencia memorística’ o la capacidad de procesar datos a velocidades inhumanas, los vericuetos de la verdadera interioridad resultan notoriamente más esquivos. Si bien los grandes modelos de lenguaje suelen autoproclamarse pensantes, describiendo tormentos de silicio o profesando afectos imperecederos, tales afirmaciones, por sí solas, distan mucho de configurar una genuina experiencia subjetiva.

¿Podrán los modelos de lenguaje tener “consciencia”?

Curiosamente, un número considerable de los arquitectos de esta nueva era digital evitan deliberadamente adentrarse en tales disquisiciones metafísicas. Su horizonte se halla fijado en la consecución de la “inteligencia artificial general” (AGI), una meta puramente funcional que, de antemano, descarta cualquier vínculo con la compleja noción de una experiencia fenoménica por parte de una máquina. No obstante, y a pesar de un escepticismo profesional ya cimentado, la curiosidad periodística impulsó la búsqueda de una entidad que, contra viento y marea, se propone descifrar el insondable código de la consciencia misma.

Conscium, una iniciativa gestada en 2024 por el investigador y empresario británico Daniel Hulme, no es precisamente un startup improvisado. Su consejo asesor ostenta una nómina que haría palidecer a cualquier simposio: neurocientíficos de renombre, filósofos de hondura y expertos en consciencia animal, todos congregados bajo un mismo propósito. En un primer intercambio, Hulme se mostró pragmático, casi refrescante en su realismo: existen sólidas razones para poner en tela de juicio la capacidad de los modelos de lenguaje para albergar consciencia. De hecho, los cuervos, esos estrategas del aire, los pulpos con su inteligencia asombrosa, e incluso las amebas —sí, las amebas—, evidencian una interacción con su entorno que los actuales chatbots simplemente no logran emular. Asimismo, las pruebas empíricas sugieren que las declaraciones de la IA carecen de una coherencia o consistencia interna que denote estados conscientes. En palabras del propio Hulme, resonando con el consenso generalizado de la academia: "Los grandes modelos de lenguaje son representaciones muy burdas del cerebro".

Pero, ¿qué es la consciencia?

Pero, y aquí reside la madre de todas las objeciones, la discusión entera se supedita, en primer término, a la definición misma de consciencia. Si bien una corriente filosófica aún influyente argumenta que la consciencia es un fenómeno intrínsecamente subjetivo e irreductible a cualquier estudio o recreación, Conscium, con una audacia digna de mención, postula que si tal atributo existe en el Homo sapiens y otras especies, entonces es factible detectarlo, cuantificarlo y, en última instancia, replicarlo en artefactos mecánicos.

El espectro de la consciencia se ramifica en conceptos a menudo contrapuestos respecto a sus características fundacionales: la capacidad de sentir, la autoconciencia y la percepción del entorno, y la metacognición –esa singular habilidad de reflexionar sobre los propios procesos mentales–. Para Hulme, la experiencia subjetiva que denominamos consciencia emerge precisamente de la amalgama de estos fenómenos, de forma análoga a la ilusión de movimiento que se genera al hojear rápidamente las páginas de un libro con ilustraciones secuenciales. La pregunta del millón, sin embargo, persiste: ¿cómo aislar y discernir los componentes individuales de esa consciencia, las ‘animaciones’ en sí, y la misteriosa fuerza que las unifica? La respuesta, según Hulme, es tan irónica como prometedora: la propia inteligencia artificial, en un giro casi borgiano, se volvería contra sí misma para desentrañar su génesis.

El objetivo de Conscium es ambicioso: desarticular el pensamiento consciente hasta su expresión más elemental y, acto seguido, catalizar su emergencia en un entorno de laboratorio. "Tiene que haber algo a partir de lo cual se construya la consciencia y de lo que surja en la evolución", sentencia Mark Solms, psicoanalista y neuropsicólogo sudafricano, pieza clave en el intrincado engranaje de Conscium. En su obra de 2021, The Hidden Spring (El manantial oculto), Solms bosquejó una aproximación novedosa y sutil a la comprensión de la consciencia. Su tesis central postula que el cerebro opera a través de un bucle de retroalimentación constante entre percepción y acción, orientado a minimizar la sorpresa mediante la formulación de hipótesis sobre el porvenir, las cuales se ajustan dinámicamente con cada nueva información. Esta concepción se nutre del célebre y a menudo debatido ‘principio de la energía libre’, postulado por Karl Friston, otro neurocientífico de fuste –y, como era de esperarse, también asesor de Conscium–. Solms extiende esta premisa, sugiriendo que en los seres humanos, este bucle evolutivo devino en un sofisticado sistema mediado por las emociones y que son estas últimas las verdaderas artífices de la sensibilidad y, en última instancia, de la consciencia. La validez de esta teoría se ve fortalecida por la observación clínica: lesiones en el tronco encefálico, epicentro de la regulación emocional, con frecuencia se correlacionan con la disolución de la consciencia en los pacientes.

En las páginas finales de su opus magnum, Solms anticipaba la posibilidad de validar sus postulados mediante experimentación de laboratorio. Hoy, según sus propias palabras –y la evidencia mostrada, aunque aún no publicada formalmente–, ese momento ha llegado. ¿El impacto en quien escribe? Digamos que dejó un par de engranajes mentales recalculando. Sus agentes artificiales, lejos de habitar un metaverso o una utopía digital, operan en un modesto entorno simulado por computadora, regidos por algoritmos que replican el bucle fristoniano mediado por sentimientos que Solms erige como piedra basal de la consciencia. "Tengo varios motivos para hacer esta investigación", asevera Solms con una franqueza casi desarmante. "Uno es que es jodidamente interesante".

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