OpenAI revoluciona su modelo: de ONG a potencia financiera IA.

Redacción Cuyo News
7 min
Cortito y conciso:

OpenAI, la entidad que dio vida a la inteligencia artificial, se reestructura por completo, transformándose de una organización sin fines de lucro en una empresa tradicional llamada OpenAI Group PBC. El objetivo es claro: capitalizar sus hallazgos para financiar la millonaria carrera de la IA. Microsoft, un socio clave, afianza su participación del 27% en esta nueva sociedad, mientras que la ONG fundadora conservará un control estratégico y se convertirá en una fundación filantrópica con recursos históricos, prometiendo inversiones en salud y ciberseguridad para la IA.

El camino de la innovación tecnológica, a menudo, se bifurca en encrucijadas donde los ideales fundacionales se topan de bruces con las ineludibles exigencias del mercado. OpenAI, la usina que alumbró la inteligencia artificial y que una vez se presentó como una suerte de bastión sin fines de lucro en pos del bien común, acaba de dar un giro de timón que bien podría redefinir su identidad y, de paso, el futuro de la IA tal como la conocemos. La promesa original, aquella de una entidad dedicada pura y exclusivamente a la investigación, se transmuta ahora en una flamante empresa tradicional, OpenAI Group PBC, con un objetivo tan pragmático como contundente: rentabilizar sus hallazgos y, eventualmente, salir a la Bolsa para buscar los ingentes recursos que demanda su ambición.

### La metamorfosis de OpenAI: ¿necesidad o destino?

Este no es un dato menor en el ajedrez global de la tecnología. La mutación de OpenAI de una suerte de entidad semipública a un jugador corporativo de peso levanta más de una ceja. ¿Era una decisión inevitable, impulsada por la voracidad de capital que requiere el desarrollo de la IA, o el desenlace lógico de una trayectoria que, desde sus inicios, coqueteó con los grandes jugadores del sector? Lo cierto es que la cifra en juego es astronómica: casi un billón de dólares en inversiones comprometidas para competir con titanes como Google, Amazon o Meta, que ya desembolsaron más de 325.000 millones en esta carrera sin freno.

Microsoft, el gigante de Redmond, se posiciona como el gran beneficiario de esta movida, no solo consolidando una participación del 27% en la nueva empresa, valorada en 135.000 millones de dólares, sino asegurándose acceso a la tecnología de punta de OpenAI hasta 2032. Una alianza estratégica que, según el mercado, ya le rindió frutos: las acciones de Microsoft escalaron un 2,2% tras el anuncio, recuperando la marca de los cuatro billones de capitalización bursátil. Aquí, la visión no es solo de inversión, sino de un matrimonio de conveniencia que, por ahora, parece inquebrantable.

En este tablero de ajedrez, Sam Altman, cofundador y CEO de OpenAI, se presenta como una figura peculiar. A pesar de ser la cara visible de esta revolución, Altman «no obtendrá una participación en la nueva compañía». Un detalle que, si bien puede parecer secundario, invita a la reflexión sobre el verdadero control y los incentivos detrás de esta reestructuración. Él mismo lo resumió en la red social X: «La organización sin fines de lucro mantiene el control y, si hacemos bien nuestro trabajo, será la organización sin fines de lucro con mejores recursos de la historia.» ¿Una declaración de principios o una elegante maniobra para justificar la monetización?

### Un entramado de control y filantropía con cifras récord

La arquitectura de esta nueva era de OpenAI es, cuando menos, intrincada. La antigua ONG, ahora rebautizada como Fundación OpenAI, se arroga el control de la nueva empresa a través de una participación valorada en unos 130.000 millones de dólares. La estructura de propiedad se reparte equitativamente entre Microsoft y esta Fundación, cada una con cerca del 27% de los títulos, mientras que el 46% restante queda en manos de los actuales trabajadores. Un esquema que, según Bret Taylor, presidente de la junta directiva de OpenAI, simplifica su «estructura corporativa» tras intensas negociaciones con las Fiscalías Generales de California y Delaware, que venían revisando el proceso.

“Esta fue una negociación larga e intensa, pero me complace que OpenAI se haya comprometido con una estructura de gobernanza que priorice la seguridad y la protección, y que utilice esta tecnología y los recursos de esta corporación en beneficio del público”, declaró Kathy Jennings, fiscal general de Delaware, echando un manto de legitimidad sobre el complejo entramado.

Sin embargo, el quid de la cuestión es cómo este andamiaje impacta en la visión original. La Fundación OpenAI, con esos 130.000 millones de dólares en su haber, se postula para ser una de las organizaciones filantrópicas con mayores recursos de la historia. Sus planes son ambiciosos: invertir 25.000 millones en «salud y cura de enfermedades» y en «soluciones técnicas para la resiliencia de la IA», una suerte de escudo de ciberseguridad para el futuro digital. Un noble propósito, sin duda, pero que surge del mismo caldo de cultivo que ahora busca la rentabilidad a gran escala.

La confusa relación entre Microsoft y OpenAI, que mantenía en vilo a los inversores, parece despejarse con este acuerdo. Microsoft se reserva el 20% de los ingresos de OpenAI y, en un futuro, podría percibir un porcentaje mayor. No obstante, el gigante de Redmond ya no tendrá el derecho de preferencia como proveedor de computación de OpenAI, que ha firmado un contrato para adquirir 250.000 millones de dólares adicionales en servicios de Azure.

La era de la inteligencia artificial, por lo visto, no es solo una carrera tecnológica, sino también una compleja danza financiera y corporativa. OpenAI ha pasado de ser un faro de la investigación a un sofisticado híbrido, donde la búsqueda de la rentabilidad se mezcla con una filantropía de cifras deslumbrantes. El tiempo dirá si este equilibrio precario logra sostener la promesa original de la IA para el beneficio de todos o si, simplemente, marca la inevitable colonización de la utopía por el pragmatismo del mercado. Lo que es innegable es que el debate recién empieza.

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